sábado, 7 de septiembre de 2013

Lo miraba mientras dormía. Como casi siempre. Era la única parte que le gustaba de tener el sueño extremadamente ligero: verlo respirar profundamente, tranquilo, mirarlo despertar; qué bello paisaje. La penumbra alargaba sus rasgos y lo envolvía una extraña atemporalidad.
Esta mañana era diferente. Hacía más de una hora que estaba despierta, tratando de memorizar cada detalle: el movimiento lento de su pecho, la tibieza de su piel envolviéndola, su perfume. . . no pudo evitar la lágrima que le rodó por el rostro. Supo que no conseguiría soportarlo mas, necesitaba activar, sacudirse la pena. 
Lentamente se levantó tratando de no moverlo, prácticamente escurriéndose de su abrazo, y lo tapó bien aunque no hiciera frío. Se vistió a medias con su camisa a cuadros, quería impregnarse de él, y se sentó al lado de la ventana, apoyándose contra el marco y asomándose al mundo. Era la hora del alba. En un rato iba a amanecer y el resto del día se iba a suceder rápida e irrefrenablemente; sabía que iba a ser casi una simple espectadora de lo que le esperaba hoy, y que su corazón iba a quedarse con él para siempre. Qué difíciles son las despedidas, cuando quisiera acordar... Pero no, basta. Ahora estaba ahí. Tenía que disfrutar los últimos minutos de calma, de cercanía, estirarlos tanto como pudiera. Lo miró otra vez. Sus movimientos espásticos y casi imperceptibles le dijeron que estaba a punto de despertar. No pudo evitar la sonrisa que inundó su cara, ni el desgarro que le quemaba por dentro. Juntó todas sus fuerzas para permanecer entera.  
Prendió un cigarro, mientras su mirada volvía a atravesar la ventana. El Sol estaba a punto de salir. Le gustaba ver cómo, segundo a segundo, se iba asomando la gran esfera luminosa hasta copar el cielo.  Siempre le pareció que era el momento del día en el que se podía apreciar que el mundo entero estaba en movimiento, a pesar de la modorra de la hora. Le recordaba que somos un segundo, un grano de arena… 
No supo cuánto tiempo pasó así, colgada en pensamientos melancólicos. Súbitamente un ruido apagado la hizo volver la vista hacia él. Se sorprendió al verlo sentado en la cama, apoyando los brazos y la cabeza sobre las rodillas, mirándola con media sonrisa y cara de dormido. La podía esa expresión, tanto como nunca nada la había podido, ni la iba a poder. Dio una última pitada y, tras apagar el pucho, se acercó a la cama y apoyó una rodilla mientras le acariciaba la cara. Cómo iba a extrañar el roce áspero de sus besos algunas madrugadas! Se dio cuenta que ya no era capaz de disimular. Temblaba. Él, sin decir nada, le agarró las manos y la atrajo a su lado, haciendo que se meta bajo las sábanas y transportándola con un abrazo fuerte hasta donde las palabras no llegaban. 
El día podía esperar otro rato. 

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