lunes, 26 de agosto de 2013

La palabra es una de las herramientas mas lindas y poderosas con la que contamos.
Es fuerte,
tanto que sobre su espalda podrían sostenerse firmemente 
todos los puentes del mundo.
Es capaz de tejer lazos que le ganen a la distancia, al tiempo y a cualquier diferencia;
pero muchos, los que no la aman, la utilizan como arma
como barrera, cárcel o brecha.
Dice demasiado,
no sólo lo que está a la vista, al mas básico entendimiento.
Lo que mas pesa, es todo el mundo que viene tras ella:
la elección exacta de los componentes de una frase, entre tantas otras opciones
el tono, la mirada, el lenguaje del cuerpo
las variaciones del trazo del lápiz sobre el papel,
la demora al contestar en un chat o un mensaje…  
La intención que se asoma tras lo que decimos, 
prueba contundente de que el mundo es un espejo. 
También la importancia que le damos, 
en qué parte del discurso se acentúan el énfasis y la indiferencia.
La mas peligrosa, sin embargo, es la palabra que no pronunciamos:
la que nos quedó atravesada en la garganta
la que llega a destiempo y silenciamos
la que siempre dimos por sentada y para la que súbitamente es tarde
o el grito que no damos por quien no tiene voz.

Todo eso forma otro discurso entrelineas mientras hablamos, aunque no lo notemos,
que lejos de significar lo que estamos diciendo,
nos muestra en carne viva.

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